En un gramo de suelo se hospedan, por ejemplo, decenas de miles de taxones bacterianos o más de doscientos metros de hifas fúngicas: se trata de un heterogéneo, prolífico y laborioso muestrario de microbiota, que sistemáticamente hemos ninguneado, hasta el punto de haber procurado su extinción. El suelo, paulatinamente, siguiendo las indicaciones de la ciencia, ha dejado de ser para agricultores y técnicos un sustrato inerte, el sostén burdo de nuestros cultivos, y se ha convertido en un reservorio de vida, al que hay que preservar si queremos cosechar. La vida resulta tan difícil de definir como fácil de identificar y el suelo es la parte de la litosfera en que impera la vida: el suelo no es opaco, lo que ocurre es que hasta hace poco hemos permanecido ciegos.
Justus von Liebig, a mediados del siglo XIX, avalado por sus tres leyes (la del mínimo, la de los rendimientos decrecientes y la de la nutrición por solubilidad), cambió el curso de la agricultura al proponer los compuestos inorgánicos como fertilizantes, obviando la importancia de la materia orgánica y las funciones de la microbiota edáfica, pero sentando las bases de la posterior Revolución Verde, mediante la cual se consagró el uso de los fertilizantes químicos, los plaguicidas y los herbicidas para obtener ingentes producciones con las que aplacar el hambre del mundo. Liebig, vísperas de su muerte, lúcido según testigos y heroico desde una perspectiva histórica, dejó escrito:
He pecado contra la sabiduría. Creía, en mi obcecación, que un eslabón de la asombrosa cadena de leyes que gobierna y renueva constantemente la vida sobre la superficie de la tierra había sido olvidado. Me pareció que este descuido debía enmendarlo el frágil e insignificante ser humano.
Ahora sabemos, una vez descartados los modelos reduccionistas y simplistas por infecundos, que la vida en el suelo se autorregula y se autoorganiza, adoptando una estructura reticular donde cada uno de sus nodos tiende a reivindicarse sin arriesgar la salud del ecosistema. A mayor complejidad, menor vulnerabilidad. El bosque se postula ejemplar. En su suelo, proliferan y coexisten diversos géneros de hongos y bacterias: Trichoderma, Azotobacter, Glomus, Bacillus, Pseudomonas, por ejemplo, junto con Armillaria, Fusarium, Erwinia, Phytophthora, Verticillium, etc. Entre ellos, hay fijadores de nitrógeno atmosférico, solubilizadores de fósforo y potasio, patógenos o agentes de control biológico.
Se trenzan relaciones: simbiosis, parasitismo, depredación, mutualismo. Llega a regir en ocasiones la competencia por el espacio, por los nutrientes. Pero, en todo caso, quedan restringidas las conductas abusivas bajo la apariencia profunda de la cooperación. Así, el suelo del bosque no deja de cambiar para poder permanecer. En él, nadie comparece ocioso, toda la microbiota teje sin parar la red: fluye la energía, la materia y la información. Soslayando las trampas del tan cacareado equilibrio (la muerte termodinámica), el suelo del bosque, mediante la armonía, perpetúa la vida.
Asistimos a un cambio de paradigma. Biológica Nature lo presintió hace ya treinta años. Con la moral por los suelos, a la agricultura se le presenta la oportunidad de regenerarse. En Servalesa, estamos convencidos de que un huerto sano vuelve a ser un bosque.
PEDRO PONS
Responsable técnico de Servalesa
Fijador de nitrógeno atmosférico a base de Azotobacter chroococcum
Solubilizador de fósforo y potasio